Por Angie Pagnotta
Llegué a Berlín en 2018, cuando la crisis en Argentina atravesaba un avance acelerado. Un dólar, por ese entonces, estaba a unos (ahora módicos) 35 pesos y, sin embargo, la inescrupulosa política gubernamental del expresidente Mauricio Macri seguía poniendo a los ciudadanos en el último peldaño. Tanto fue así, que nuestra empresa familiar —una pequeña pyme de fabricación de calzado, que daba trabajo a más de quince familias— no tuvo más rumbo que reducirse hasta la quiebra, con la agonía de un oficio tirado a la basura, en detrimento de los días y las noches invertidas en un legado familiar, gracias al esfuerzo de la familia de mi pareja, por ese entonces.
Esta crisis nos traía una pequeña pero gran oportunidad: emigrar. Habíamos conversado sobre esta decisión en un vuelo de regreso a Buenos Aires, tras nuestras vacaciones, pero no lo contemplamos hasta 2017, cuando en una conversación con nuestro mejor amigo, dije un poco en broma ¿Y si nos vamos a vivir afuera? El plan era perfecto: teníamos la posibilidad de —con mucho esfuerzo— poder juntar el dinero, éramos jóvenes, no teníamos hijos y en, rigor, por nuestras estructuras familiares, podíamos permitirnos una decisión tan radical. No dijimos nada a nadie, y durante todo el 2017 y unos meses del 2018 trabajamos el doble y conseguimos ahorrar dinero para poder emigrar. Cuando teníamos una suma que nos parecía suficiente, hablamos con nuestras respectivas familias.
En mi caso no lo olvido más: llevé a mi padre al Café Martínez que estaba en Martínez y Pedro Goyena, en Caballito, mi querido y hermoso barrio, el auténtico lugar en el mundo donde me siento como en casa, amén de otros pequeños alivios como Italia, específicamente Roma. De los pocos lugares donde mi corazón se siente a salvo. En ese día tan especial, mi papá se sorprendió con la idea de ir merendar fuera de casa, no era una costumbre que tuviéramos y eso ya lo puso sobre aviso, pero ahí estábamos. Una merienda de campo delante, con tostadas, mermelada, dulce de leche y manteca; el sol de abril asomándose por la ventana y el hombre de mi vida delante mío, con sus ojitos curiosos. Nunca se lo pregunté, pero tal vez mi padre pensaba que le iba a decir que estaba embarazada o que iba a hacer alguna cosa intrépida con la que estaría sorprendido, pero no puedo imaginar qué se le habrá pasado por la cabeza en esa ocasión, algún día se lo preguntaré.
El caso es que ahí estaba Daniel y ahí estaba yo, nerviosa, con miedo de su reacción, con melancolía…hace años que me había ido de casa y que vivía con mi pareja, por lo que estábamos —en pequeña medida— acostumbrados a estar cada uno en su casa. Pero creo que un padre nunca espera la noticia de que su hija se va a vivir al exterior, y mucho menos tan lejos. Con algunos rodeos y con el tic para arriba y para abajo de mi pierna moviéndose como si estuviera cociendo a máquina, se lo dije. ‘Papá, con Tommy decidimos irnos a vivir afuera. Nos vamos a ir a Haarlem, en Holanda’ ¿Qué?, me respondió. Entonces le enumeré las razones que más o menos ya mencioné…se quedó un instante en silencio y dijo con una voz suavecita: ‘Me parece bien mihijita, está bien’, con visible tristeza y asombro. ‘Lo bueno es que tenemos internet’, justifiqué rápido, tontamente. Seguimos conversando y lo peor había pasado, creí.
A partir de ese momento comenzamos un curso intensivo de Neerlandés y todo el tiempo que teníamos disponible lo repartimos entre estudiar un idioma tan complejo como ajeno, y aprovechar casi todos el tiempo con nuestros seres queridos. En mi caso, con mi padre, mi hermana, mi sobrina, mi cuñado, mis amigas, mis amigos, mis colegas escritores y con cuanta persona me hiciera bien. Mis amigas estaban sorprendidas, creo que nadie se lo tomó como algo sencillo o fácil. Claro, es comprensible, básicamente estás dejando toda tu vida a un lado…. para nosotros, nuestra casa a la que nos habíamos mudado hace relativamente poco, nuestras cosas, nuestras familias y amigos. Nuestra ciudad de Buenos Aires, nuestros conocidos, nuestros recuerdos, nuestros lugares. Emigrar es dejar todo eso pero no en pausa como pensaba, sino dejarlo para siempre, lo supe mucho mejor después. Sin embargo, todos respetaron y comprendieron nuestra decisión. También nos apoyaron. Tanto mi familia como su familia. Entretanto, nuestro mejor amigo se había sumado al plan y entonces íbamos a ser tres en esta aventura en el viejo continente.
El destino actual y último, era Berlín, una ciudad multicultural y que algunos amigos emigrantes nos habían dicho que era un buen lugar para hacer base en Europa, ya que es una de las ciudades más económicas para vivir. Pero claro, había letra chica y matices. Ojo, nada en contra de Berlín, al contrario, pero no todo es color de rosa y eso lo íbamos a aprender, por supuesto. Habíamos descartado la idea de Haarlem debido a que el costo de vida era altísimo y nos daba miedo no poder conseguir el dinero suficiente para vivir y, entonces, meternos en un pozo de problemas.
Ahora lo único que nos demoraba era la llegada de mi pasaporte italiano, porque el resto estaba prácticamente resuelto. Mi pareja era hijo de un argentino y una alemana nacida en Berlín, por lo que él disponía desde siempre el pasaporte alemán. Nuestro amigo, con pasaporte italiano, viajó un mes antes y nos fue contando como eran las cosas. Mucho frío, poco sol, el barrio era un barrio turco pero había gente de todos lados. Algunas cosas económicas, otras un poco más caras. Se estaba muy bien y nos estaba esperando con los brazos abiertos, en un piso que ocupaba él solo, de 2 habitaciones, cocina y baño. Un lujo en medio de la gentrificación berlinesa, eso lo sabría después.
Por fin llegó el día y con él, la despedida. Mi padre y mi hermana en Ezeiza, sus caras, los abrazos, las palabras…jamás las olvidaré. Nos acompañaron hasta que la escalera mecánica en la que subimos nos perdió de vista. Todavía siento el abrazo de mi familia conmigo, pero la cuota se está agotando…es mucho tiempo sin volver a casa, son muchos años sin vernos.
El desarraigo es una cornisa que nadie te puede contar, nadie te puede explicar la sensación de emigrar y extrañar, o añorar. Jamás había sentido esta nostalgia honda, profunda. A veces es más doloroso porque voy caminando por cualquier calle y algún aroma me devuelve a Buenos Aires sin planearlo, y es una estaca en medio del pecho, como un cuchillo clavándose lento en cada capa de piel, sin anestesia. Después, pasa.
Empieza un nuevo día y te olvidas —nunca por completo— de todos esos olores, aromas, personas, calles, recuerdos, mareas, tempestades, alegrías, carnavales, sonrisas, salidas, paseos, amores, lugares, rincones…la nostalgia hace que todo se recuerde más luminoso y más bello, pero también más lejano. Con los años comienzas a transformar los recuerdos, como un mecanismo de defensa que solo provee una salvación momentánea, como un placebo entre tanta burocracia y papeleos, entre tantos formularios y palabras larguísimas en donde se pierden las curvas de una ciudad que es ajena, dentro de la memoria de una ciudad que es tu tierra. Así van pasando los días, las temporadas, los meses, los años. Sin darte cuenta, abrís los ojos y tu pareja ya no es más tu pareja, tus manos y sus manos ya no están más unidas para afrontar la marea del barco y, más insegura, miedosa y triste te remangas y le pones el pecho a las balas, sin darte cuenta de cuánto necesitabas ese chaleco protector de la compañía de un coterráneo. De nuevo la lucha del piso, del Anmeldung, de la monatskarte, del U-Bahn lleno en la hora pico, y vos deambulando hasta llegar al Ankerklause a que se te alivie el invierno, la garganta y los pies. Porque ahora tu medicina es tu instinto y no los médicos… tu vitamina D que no te falte, eso sí. Y pasan más días, más meses, más años y encontrás el amor de nuevo y el amor se transforma y te invita a una nueva vida (¡una más dentro de la misma vida!) Y conoces costumbres nuevas, ideas, pensamientos, formas de ser, comidas…él es completamente distinto, de otro país, de otro mundo. Y ahí comienzas a entender otras y nuevas cosas del mundo, del amor.
El verano se propaga por la ciudad, los primeros rayos de sol vuelven a asomar y los berlineses salimos a coger la pequeña brisa y el rayo como si de eso dependiera nuestra vida. Me sentí berlinesa en cada año, en cada día. Una porteña berlinesa, eso sí. Y amé esta ciudad, sus calles, sus recuerdos, sus voces desde el suelo, su respeto hacia el pasado, sus construcciones emblemáticas, su arquitectura soviética, sus bloques de cemento y sus rascacielos, su potencia y su decadencia, su puntualidad impuntual, sus risas, sus brillos, su glamour terraja, sus terrazas, sus parques, su verde, su amor por las ciclovías. Amé su tempestad, sus lluvias, su nieve, su kalt, su warm, su lucha, su miedo, su olvido. Amé el viento que no paraba de soplar desde los pisos donde viví en Moabit, Schöneberg, Friedrichshain – Kreuzberg y Hellersdorf. Amé su tonta burocracia, sus cajeras de mercado aceleradas, su ghetto latino, su cultura, sus librerías, su gente. Amé La Escalera —la librería de mi corazón berlinés— y a sus entrañables compañeros de ruta literaria y de vida, como Germán y Dani. Amé sus veredas sanas, sus viejitos con onda, sus cervezas calientes y su Radler. Amé los cigarrillos que me fumaba en los recreos del curso en la Volkshochschule, hasta que la pandemia los arrebató y pensé que era una red flag del destino. Amé los proyectos que tuve, la gente que me impulsó a mejorar, las caídas después, los tropiezos luego. Amé las tardes que me pasé leyendo y trabajando en la Gedenkbibliothek de Hallesches Tor. Amé equivocarme algunas veces y otras más. Amé las personas, o mejor dicho los corazones desinteresados que aquí encontré, gente que llevaré conmigo en el conjunto de cosas que soy. Amé llorar por lo que extrañaba y encontré. Amé esos 50 euros que se me aparecieron en la calle a los pocos días de llegar y para mí fueron una green flag. Amé los pooles que jugué, las comidas que probé, los viajes que pude hacer. Amé conocer Alemania más allá de Berlín y llegar a 237 kilómetros por hora en esa autopista de pleno sol en la Schwarzwald. Amé saber que somos hojas movidas por el viento y que cuando me encariñaba con alguien una visa nos separaba, y cuando no había ruido era porque algo estaba sucediendo, porque esta ciudad nunca duerme. Amé sus fiestas, sus boliches, su cultura tecno, alternativa, trash. Amé sus personajes, sus locos gritando, sus perros educados en el transporte, su desidia habitacional. Amé el respeto que tienen por los argentinos, porque Messi acá es un ídolo y amé que el Mate sea bienvenido. Amé dar a luz a mi hija en esta ciudad y que entonces Berlín siempre estará en nuestros corazones. Amé los cafés en cualquier parte y la prisa tonta de los cajeros en el supermercado. Amé que jamás me discriminaron, que jamás me multaron, que jamás me marginaron, que jamás me hicieron sentir lejos de casa. Amé tanto esta ciudad que hasta acá llegó mi tiempo. Lo digo dolida, triste, con miedo, pero sabiendo que es lo adecuado para mi presente. Yo vine por un sueño con alguien y ese sueño se cumplió, pero con otra persona. Y mi amor fue tan pero tan grande que se queda acá para siempre y lo que me pertenece, se viene conmigo. Berlín, te dejaste querer…gracias por dejarme ser y recordarme quien vuelvo a ser, si hay algo que aprendí aquí es que no puedo traicionarme. Y no lo voy a hacer.
Un comentario en “Crónica | El difícil sueño de emigrar”